Ámsterdam, 1942. Los Frank y sus hijas, Margot y Ana, se ocultan de los nazis. Comparten el lugar con los Van Daan y su hijo Peter. Semanas más tarde se suma un nuevo refugiado: el doctor Duessel. Ana escribe un diario de aquellos meses, en el que narra sus reacciones ante los incidentes de una tensa convivencia marcada por la espera y las noticias diarias del receptor de radio.
Ana Frank tiene unas enormes ganas de mejorar: «Me esfuerzo infinitamente en cambiar, pero me bato siempre contra unos ejércitos más fuertes que yo». Pero su empeño es evidente: «Por la mañana, para vencer la pereza que me caracteriza [...] me levanto de un salto, diciéndome: “Volverás a acostarte enseguida, bien acurrucada en la cama”, pero lo que hago es ir a la ventana, quitar el camuflaje de la defensa pasiva y aspirar el aire fresco por la rendija hasta que estoy bien despierta. Enseguida quito la ropa de la cama para alejar la tentación. A esto, mi madre le llama “el arte de vivir” y yo lo encuentro muy divertido». El poder conmovedor del Diario de Ana Frank, y que lo ha convertido en un paradigma del valor de la literatura como testimonio, no está en la personalidad de Ana, ni en que su narración tenga categoría literaria y humana, aunque tales factores sean importantes. Reside más bien en que, a pesar de las circunstancias, se respiran unas ganas de vivir y una confianza de fondo en la bondad humana que podría parecer injustificada.
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