Recuerdo la primera vez que leí este libro. Me conmovió hasta hacerme llorar.
Zezé, seis años, «el chico de don Pablo», describe la pobreza en la que vive su familia. Trabaja de limpiabotas, de cantor con don Ariovaldo, y en sus travesuras por las calles de Río de Janeiro se gana broncas, palizas y amistades. Hace buenas migas con Manuel Valadares, el Portugués, «Portuga». Y, precozmente, le llega el descubrimiento del dolor: «Dolor no de recibir golpes hasta desmayarse. No de cortarse el pie con un pedazo de vidrio y recibir puntos en la farmacia. Dolor era eso que llenaba todo el corazón, con lo que la gente tenía que morirse, sin poder contarle a nadie el secreto. Dolor era lo que me daba esa debilidad en los brazos, en la cabeza...».
Utiliza un lenguaje sencillo y popular, tanto en las descripciones como en los diálogos, y muestra las cosas a través de los ojos de Zezé, un testigo que no denuncia nada, no critica nada, y cuenta lo que ve, lo que no entiende, lo que sufre. Y, aunque podemos sospechar que hay algo de trampa emocional pues ciertamente se acentúan unas cosas y se omiten otras, lo cierto es que el narrador evita el riesgo de caer en el ternurismo empalagoso, y consigue llegar al corazón del lector con una intensidad demoledora.
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